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Barcelona es una ciudad tan azotada por los cambios y la industria turística –Marco d’Eramo, en El selfie del mundo: una investigación sobre la era del turismo (2020, Anagrama), nos recuerda que el turismo es la gran industria pesada del siglo XXI, y que a menudo no somos conscientes de ello– que sorprende y emociona encontrarte con un pedazo de tu ciudad inalterado, incorrupto, tal como era la última vez que tus posaderas descansaron allí. Ha sobrevivido a la apisonadora de las modas y los cruceristas. Tú has cambiado, pero el bar no, y eso reconforta (el 99 % de las veces han cambiado ambas cosas, y la sensación es alienante).
Todo este circunloquio viene a cuento por la alegría que supuso reencontrarme con el Bar Kentucky (Arc del Teatre 11. J. de 22 a 2 h. V. y S. de 22 a 3 h) la noche de la Mercè, y la certeza de que el tiempo me ha erosionado a mí, pero el bar nocturno más mítico de mi juventud sigue igual. “Toda una vida contigo”, dice su Instagram, y no podría ser más cierto. Para ciertos universitarios, entrar en el Kentucky era como aquel disco de Sisa: la magia del estudiante. Era como estar dentro de una bola de espejos de discoteca encendida, inundada de ron con cola: sabías cómo entrabas, pero no cómo saldrías.
Pero siempre con buen rollo: a diferencia de antros horribles donde quemabas el último cartucho (como el Popof), la nocturnidad sórdida era muy secundaria; el plus del Kentucky era que podías presentarte solo o acompañado y siempre conocías a alguien interesante (consiguieras o no establecer contacto carnal). Un lugar que rezumaba carisma por los cuatro costados y que estaba grabado en el cerebro del universitario fiestero como la puerta hacia la tierra prometida de una noche fenomenal.

25 años después, esas apreciaciones pueden decirse en presente, porque el Kentucky sigue igual: es una acogedora y kilométrica barra nocturna en el corazón del antiguo Barrio Chino, donde reina el buen ambiente y la clientela local, con música sin complicaciones, cerveza bien tirada y chupitos en llamas, y una salita al fondo donde convertir en hechos las palabras de la barra. Y la misma familia, los Jover-Pellicer, son los propietarios ininterrumpidos desde su apertura en 1947. Eso, en el Raval (y en toda Barcelona, vaya), es insólito, e indicativo sin duda de una historia que vale la pena contar.
El bar lleva 25 años igual. Y en una Barcelona tan vendida como esta, eso es un milagro
Eva Pellicer, tercera generación del Kentucky, me lo confirma: “¡El bar lleva 25 años igual! Y en una Barcelona tan vendida como esta, es un milagro”, afirma orgullosa (la novedad más grande es una máquina que alegra la cerveza con palomitas gratis). Eva me insta a hablar primero con su padre, Manolo Pellicer. “Nací en esta calle, en el número 20 del Arc del Teatre, en 1950, y esto abrió en 1947”, me explica (si estuviéramos en Londres, Manolo sería un cockney de Brickney Lane, es decir, un habitante autóctono en peligro de extinción).

“La historia del Kentucky es la historia de mis suegros. Una menorquina y un menorquín de Ciutadella que vinieron a Barcelona a buscarse la vida y acabaron aquí”, cuenta Manolo. Él se casó con la hija de Antònia Sansó y Antonio Jover, Neus Jover (y madre de Eva). “De pequeño jugaba en la calle y veía pasar América delante de mí”, recuerda Manolo.
El Kentucky se llama así por el mismo motivo que el Texas (después Sidecar) o Tequila (que antes de ser un bar heavy era de marineros) o el Kennedy remitían al imaginario americano: para atraer a los marines de la Sexta Flota de los Estados Unidos, que entre 1951 y 1987 hizo escala en Barcelona para repostar y dejar que los chicos se divirtieran.
¿Qué tenían los estadounidenses? “¡Dólares, claro!”, ríe Manolo. “¡Traían dólares! Con Franco existía la peseta, y ellos tenían dólares. ¡Eran los putos amos! Esperábamos a los americanos con ansia”. Antes, el Kentucky abría a las once y media de la mañana “porque ya tenías a los marineros que habían bajado del barco a las once haciendo cola. Estaba abierto todo el día y cerraba a las tres de la madrugada. Luego vino el Kentucky Fried Chicken, pero nosotros ya estábamos antes”, ríe (no lo dice por casualidad: el Kentucky, antes bar La Flor, tuvo una gran visión comercial sirviendo alitas de pollo fritas y ron con cola a los marineros).
A las once de la mañana ya había 500 marines haciendo cola delante del bar
Un día repleto de marines implicaba una jornada extenuante, recuerda Manolo. “Imagínate que llegaba un portaaviones con 5.000 marineros. Y de esos, unos 500 entraban y salían del bar durante 14 horas seguidas. Acabábamos reventados, necesitábamos dos días seguidos de descanso”, explica el tabernero.

(Por cierto, es imposible hablar de este tema sin mencionar el libro de Xavier Theros, La Sisena Flota a Barcelona: Quan els mariners nord-americans envaïen la Rambla (Las Campana, 2010), una apasionante crónica periodística que disecciona cómo el primer turismo de Barcelona fue el bélico-marítimo de Estados Unidos, aspersor de una lluvia dorada de dólares que empapó a hosteleros, prostitutas, sastres y taxistas, y cambió decisivamente la fisonomía del antiguo Barrio Chino, la Rambla y la ciudad).
¿La liaban los marines norteamericanos? ¿Más que los cruceristas de ahora? “La parte buena de los marines es que siempre iban escoltados por un policía militar. Y si alguien se pasaba de la raya, el policía lo detenía y se lo llevaba. Si había roto algo, lo pagaba el oficial. Cuando el marinero cobraba, le descontaban los destrozos del sueldo. ¡Y ya no podía volver a salir!”, se ríe.
Si un marine rompía algo, un policía militar lo detenía y la reparación salía de su paga
La Sexta Flota dejó de venir a Barcelona en 1987 tras el atentado del restaurante Iruña, en la plaza Duc de Medinacelli, donde murió un marine por la explosión de dos granadas de mano (Terra Lliure y el Ejército Rojo Catalán de Liberación se atribuyeron el atentado, aunque hay muchas dudas al respecto). Esto, junto con el creciente sentimiento de antiamericanismo (“OTAN no, bases fuera”), alejó a la clientela yanqui del Barrio Chino.
Pero para entonces, la mayoría de la clientela del Kentucky ya la formaban camioneros de toda Europa: “Todos los camioneros que entraban desde Francia tenían que pasar por la aduana de Barcelona, que cerraba a las dos del mediodía. Y mucha gente tenía que hacer noche: cenaban y venían todos a beber: franceses, holandeses, austríacos... todos los que entraban en España pasaban por esta barra”, dice orgulloso Manolo. El espacio Schengen de libre circulación se cargó esa dinámica de negocio.

“Pero entonces empezó a venir lo que llamamos ‘gente joven guapa’”, interviene Eva, “estudiantes universitarios, profesores de fotografía, de pintura... Y siempre ha habido una mujer al frente del Kentucky”, proclama. Ella lo dirige desde hace veinte años –aunque su padre está casi cada noche echando una mano– y presume de una clientela “local muy fija, llena de vecinos. Eso de la Barcelona moderna y turística no nos ha pillado. Entran los clientes y se saluda toda la barra, muchos llaman al Kentucky ‘la parroquia’”. (Doy fe: a eso de las once pasé por el Bar Marsella, que hervía de turistas, y luego en el Kentucky solo me encontré un grupo de clientes nativos hablando entre ellos como si estuvieran en el salón de su casa).
La gran virtud del Kentucky es que tiene una barra muy larga donde todo el mundo se conoce y se mezcla, y siempre puedes venir solo
Según Eva, la gran virtud del Kentucky “es que tiene una barra muy larga y puedes venir solo. Porque tiene un duende que hace que todo el mundo hable con todo el mundo, y se mezclan mucho todas las edades”.

En estas paredes hay un patrimonio humilde que no está catalogado, pero que puede ser tan importante como la ebanistería modernista protegida. Por ejemplo: fotografías de marines en la pared (muchas quemadas por cigarrillos), una gramola de los años sesenta o las chapas de identificación que los estadounidenses dejaron como recuerdo.
No traspasaremos el bar; empezó con la familia y morirá con la familia
Para ejemplificar la fidelidad de la clientela, Manolo pone el ejemplo de “camioneros alemanes jubilados que vienen de vacaciones y se emocionan porque está todo igual”. “La gente deja de venir cuando tiene hijos, pero vuelve cuando se divorcia”, añade con sorna Eva. La buena noticia es que el Kentucky no está amenazado por el drama de la renta antigua: “Empezó con la familia y morirá con la familia”. Así que id, que como cantaba Jaume Sisa, el tiempo puede no ser eterno.